Miro la llama de la vela, en una fría tarde de sábado, sentada en el sofá, tapada con la manta barojiana y padeciendo la fase inicial de la gripe, escuchando sonidos de guitarra, canciones antiguas por mí pedidas que me dan el tono justo para la melancolía que llevo sintiendo estos días. La llama de la vela que busca su altura quemando la cera bajo sus pies. Qué ironía que cuando más alta esta sea más próxima a su fin. A veces se mueve, chisporrotea, parece que se carcajea, ¿será de mí de quien se ríe? La miro fijamente y para, se queda muda, sin embargo cuando vuelvo la vista al papel, la veo por el rabillo del ojo temblar de la risa. No quiero que me vea sonreír, que sienta que me hace gracia su juego, y hago una mueca apretando los labios. La cera de la orilla y la llama erguida sobre un líquido caliente. Parece que quisiera advertirme de algo, de lo efímero de la existencia, de los peligros que acechan, de la belleza de una llama de luz caduca en un lago de cera, ambos dos ardientes. Ahora cabecea como dándome la razón, que es justo lo que yo quiero creer. A las dos nos da vida el oxigeno, tener la capacidad de asistir a su fin, de atrasarlo o adelantarlo a mi antojo, me da poder, un gran poder sobre la llama. En este instante me asusto, y me pregunto si habrá alguien o algo observándome a mi tal y como hago yo con la llama de la vela. ¿Y ahora?
Charo.
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